Segundo día de
vacaciones, y mis cervicales se quejan de algo. Algunos dirán: “claro ahora es cuando sale la tensión
acumulada”. Vaya putada. Pero algo de cierto debe tener eso de que el cuerpo
pasa factura del esfuerzo al que le hemos sometido durante los intensos meses
de trabajo, porque aquellos días en que aguantaba como un campeón hasta la 1 o
2 de la mañana o que madrugaba si el
laburo lo requería, han quedado atrás. Ahora no paso de las 11 de la noche
y caigo como un tronco en cualquier posición y locación. A lo mejor esa es la
raíz de mi problema de cervicales… llevo 2 noches cayendo rendido en el sofá de
este apartamento de alquiler, mientras mi cuerpo se va encorvando sobre sí
mismo hasta asumir una postura cuasi fetal con giro invertido de cintura. Todo
esto, cuidando que ninguno de mis cabezazos somnolientos o de mis contorsiones
esqueléticas osen impactar sobre el cuerpo de Lilian –y por extensión, el de
Martí-, dueña y señora del otro 50% del sofá.
Desde que llegamos, el
reloj marca las 10:10, lo cual me ha parecido un regalo fantástico del destino,
pues las 10:10 es una hora buena para todo; si te acabas de despertar, te da la
impresión que es suficientemente temprano como para aprovechar el día; si
llevas ya un rato despierto, te da la impresión de que ya puedes desayunar; si
es de noche, piensas que hay tiempo como para preparar la cena tranquilamente;
y si, como ahora, es la hora de la siesta, simplemente pasas del reloj. Es lo
más parecido que he vivido a eso que describen como “detener el tiempo”, y la
verdad es que da gusto no regirse por el tic-tac del reloj, sino por el
grum-grum de la barriga, o algún otro sistema de alarma de nuestros relojes
biológicos.
La Nea sabe mucho de eso.
Su cola funciona como un termómetro de su estado anímico, de sus necesidades
fisiológicas, o de su deseo de jugar. El problema es que hoy por hoy, tenemos
ritmos descompensados y mientras Lilian y yo intentamos descansar al máximo
posible, la perrilla intenta jugar o pasear a toda hora, y su cola se mueve
tanto y a tal velocidad constantemente, que sufro de pensar las agujetas que
tendrá al terminar esta semana. Sus cortas siestas son súbita y constantemente
interrumpidas por los ruidos de los vecinos, por el jolgorio proveniente de la
piscina, por el graznido de una gaviota, por el lejano murmullo del viento o
las olas del mar, o por nuestros errantes movimientos encontrando la postura en
el sofá. Cualquier cosa que ocurra a su alrededor es interpretado como una
invitación a ir de paseo, a ladrar, a jugar. Y ya espabilada, se pone bastante
pesada hasta que le hacemos entender que no, que aún no vamos a la calle o que
ahora no es momento de jugar. Pobrecita mía, no sé si sus expectativas se verán
frustradas y el próximo año nos dirá que prefiere quedarse en casa o irse de
campamento canino.
Lilian se ha quedado dormida a mi lado, y me paso unos
minutos observándola: primero, me lleno de envidia al ver lo bien que tiene
cogida la postura en el sofá; ni un cabezazo, ni un gesto torcido, ni un atisbo
de cervicales adoloridas… ¿será que mi cabeza pesa más de lo normal? Luego, me
fijo en su vientre prominente durante un buen rato; de tanto en tanto se intuye
un suave movimiento, una sutil ondulación bajo la lisa superficie del vestido, una
serie de golpecitos nerviosos (hipo) de nuestro bienamado Martí. Me recorre un
escalofrío emotivo por la espalda, mezcla de asombro, esperanza y susto. En
algunas semanas ese bulto abdominal estará en nuestros brazos, demandando
atención, cariño, cuidados… y llenando nuestra vida de un nuevo y luminoso
sentido trascendental. Mis ojos se fijan en algo que sobresalta haciendo
contraste con en el vestido salmón claro de Lilian… ¿unos pelitos? El
escalofrío es puro susto en esta ocasión, pues instantáneamente me recuerdo que
me estuve sacando pelitos de la barba (costumbre por demás, desagradable) en la
habitación, y que seguramente no me percaté de que el vestido de Lilian estaba
cerca, y se lo he puesto fino… ¿podré sacudírselo sin que se dé cuenta? Es una
zona sensible por la cercanía de Martí y los instintos maternos son fuertes,
pero dejar los pelillos allí podría desatar otros instintos igualmente
impredecibles. Así que me arriesgo y me inclino para sacudirle el vestido, pero
como era de imaginar, se despierta inmediatamente. Yo disimulo diciéndole que
sólo intento alcanzar el manual de bienvenida a los apartamentos, colocado de
su lado del sofá, con el fin de ver a qué hora cierra el bar (¿?). Como no se
vuelve a dormir inmediatamente, estiro mi coartada hojeando tranquilamente el
manual. Y así, sin quererlo, me percato de que la hora de Check-out es nada más
y nada menos que las 10:00. No era un regalo del destino. No se ha detenido el
tiempo. El reloj marca esa hora como un testimonio ineludible de que haga lo
que haga, algún día llegarán las 10:10, y eso significará que las vacaciones
han terminado… No sé si será el dolor de cervicales, la perra moviendo la cola
sin parar o el mal presagio de que Lilian descubra los pelillos, pero tengo una
imperiosa necesidad de ir a hacer el pino a la piscina sin pensar en nada más…
No hay comentarios:
Publicar un comentario