martes, 17 de julio de 2012

Diario de verano (5)


Día de vacaciones 6, o vuelta al trabajo -2. El viento volvió a conjurar en nuestra contra, pero con un poco de astucia y colocando la tumbona a resguardo de una duna suficientemente alta, pudimos disfrutar de una mañana al sol sin despeinarnos demasiado y llegando incluso a sentir un poco de calor. Lo malo es que dicho enclave estratégico estaba justo en todo el medio de uno de los caminos que llevan a los veraneantes a la playa, y resultaron un poco molestas las miradas rencorosas de las familias alemanas, danesas, francesas y autóctonas al verse forzadas a pasar en fila india por el estrecho pasillo que dejamos transitable, y viendo notablemente reducido su margen de esquivar los envistes de la incorregible Nea.  Pero bien, lo bueno de irse haciendo adulto es que se aprende a pasar bastante del qué dirán, así que permanecimos plácidamente inmutables en nuestro espacio libre de huracanes. Eso sí, con una mueca risueña y simpática clavada en el rostro pasara lo que pasara, como cualquier guiri que se precie.

La verdad es que algunas familias tuvieron algún problemilla para pasar por el pasillo de arena, debido a que iban bastante cargados con una multiplicidad de artilugios destinados a asegurar la sombra, el entretenimiento, la flotabilidad, la alimentación, la comodidad, la hidratación, la horizontalidad, y tantas cosas que se pueden antojar “necesarias” en la playa. Recordé los tiempos en los que era suficiente un cubo y una pala, una sencilla pelota de vóleibol, unos manguitos para los más pequeños, una hielera para las cervezas, las sombrillas, las toallas, la barbacoa, la caña de pescar, la ropa de recambio… Mhh, ahora me doy cuenta que las familias siempre han ido cargadas a la playa, pero mientras he sido hijo me ha tocado cargar y preocuparme poco, y ahora que seré padre empiezo a ser consciente de sus implicaciones logísticas.

Cuando nos preparábamos para ir a comer, Lilian se fijó en una familia conformada por 2 niños (de unos 4 y 2), un perro dos veces más grande que la Nea (es decir, era un perro pequeño) y la pareja presuntamente progenitora. Ellos también se disponían a ir a comer, y nos detuvimos un buen rato contemplando la movida. Al padre le faltaban manos para cargar los cubos y palas, la sombría, la hielera y alguna cosa más que se le había quedado en la arena y se esforzaba por alcanzar sin que todo lo demás cayera al suelo. A la madre le faltaba paciencia para secar y cambiar a sus hijos, lograr que se pusieran las chancletas sin llenarse de arena, aguantarse el sombrero y el pareo, y llamar al perro que se había liado con la Nea a correr libremente por la playa. Lilian me vio con su tranquilidad característica y me dijo algo así como “ay, el próximo año estaremos así…”. Yo, con mi característico susto a flor de piel, sudé un poco más de lo que clima ameritaba, sabiendo que en algunos meses estaré escenificando transes malabaristas poco glamorosos, similares a los que ahora presenciaba como mero espectador.

Camino al apartamento, decidimos dividirnos: Lilian iría a quitarse la arena y a comenzar a preparar la comida, mientras yo me acercaría comprar el pan y a que la Nea hiciera “sus necesidades” en la rotonda ajardinada que tanto le gusta. Como es habitual en estos paseos cortos por calles donde no transitan demasiados coches, yo llevaba a la Nea sin correa, para que corretee y olisquee libremente. El problema es que la perrilla lleva muy mal eso de que Lilian y yo no hagamos todo juntos, y al cabo de unos metros decidió volverse a casa a toda pastilla. Yo no me eché a correr tras ella, tanto por razones estéticas como de seguridad, y me limité a pegarle dos gritos que el viento se llevó.  Me enfilé a casa, y cuando llegué al 2do. 1ro. D, me sobrecogí al ver que la Nea no había vuelto hasta el apartamento. Imaginando hipótesis macabras, bajé las escaleras de caracol a la máxima velocidad que me permitieron mis flip-flap de turno. Me encontré a la Nea en el portal, confraternizando amenamente con una familia francesa. Al verme la cara, vino hacia mi lentamente, con la cola y las orejas gachas, y desviando la mirada en clara muestra de que era consciente de su mal obrar. La familia Francesa, ignorante del encuadre más amplio de la escena, contemplaba enternecida lo que imaginaban un encuentro rutinario entre amo y su sumisa mascota. Así que todas y cada una de las componentes de la familia, soltaron un alarido de sorpresa cuando le proferí un cachete correctivo a la Nea mientras le enganchaba la correa… y el grito colectivo fue ya de indignación cuando le proferí el segundo y final correctivo, acompañado de un recio “No se escapa! Mala!”. Me dirigí hacia la panadería llevando a la Nea con la correa corta, e intentando reflexionar sobre lo que había pasado: mi falta de precaución al no prever que echaría a correr tras Lilian, la forma en que mi angustia y preocupación se transformaron súbitamente en enfado, la posibilidad de que el segundo cachete realmente hubiera estado de más… Me fue inevitable preguntarme si cuando sea padre repetiré algunos patrones que he desarrollado como amo, y deseé sencillamente hacerlo lo mejor posible… o en la forma en que lo expreso en mis días de realismo radical, cagarla lo menos posible.

A mis espaldas, escuchaba la lejana algarabía de los franceses, quienes seguían comentando aireadamente los sucesos, y aunque no me enteraba de los pormenores pude intuir una censura unánime a mi cruel proceder y un coral “No se pega!. Malo!”. Y me planteé que otro reto como padre es seguir pasando de entrar en discusiones inútiles con todo esos desconocidos que se sienten con la potestad de juzgar y opinar sobre cómo debo educar a mis criaturas… 

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Elucubraciones y Reflejos