Día de vacaciones 6, o
vuelta al trabajo -2. El viento volvió a conjurar en nuestra contra, pero con
un poco de astucia y colocando la tumbona a resguardo de una duna
suficientemente alta, pudimos disfrutar de una mañana al sol sin despeinarnos
demasiado y llegando incluso a sentir un poco de calor. Lo malo es que dicho
enclave estratégico estaba justo en todo el medio de uno de los caminos que
llevan a los veraneantes a la playa, y resultaron un poco molestas las miradas
rencorosas de las familias alemanas, danesas, francesas y autóctonas al verse forzadas
a pasar en fila india por el estrecho pasillo que dejamos transitable, y viendo
notablemente reducido su margen de esquivar los envistes de la incorregible Nea.
Pero bien, lo bueno de irse haciendo
adulto es que se aprende a pasar bastante del qué dirán, así que permanecimos
plácidamente inmutables en nuestro espacio libre de huracanes. Eso sí, con una
mueca risueña y simpática clavada en el rostro pasara lo que pasara, como
cualquier guiri que se precie.
La verdad es que algunas
familias tuvieron algún problemilla para pasar por el pasillo de arena, debido
a que iban bastante cargados con una multiplicidad de artilugios destinados a
asegurar la sombra, el entretenimiento, la flotabilidad, la alimentación, la
comodidad, la hidratación, la horizontalidad, y tantas cosas que se pueden
antojar “necesarias” en la playa. Recordé los tiempos en los que era suficiente
un cubo y una pala, una sencilla pelota de vóleibol, unos manguitos para los
más pequeños, una hielera para las cervezas, las sombrillas, las toallas, la
barbacoa, la caña de pescar, la ropa de recambio… Mhh, ahora me doy cuenta que las
familias siempre han ido cargadas a la playa, pero mientras he sido hijo me ha
tocado cargar y preocuparme poco, y ahora que seré padre empiezo a ser
consciente de sus implicaciones logísticas.
Cuando nos preparábamos
para ir a comer, Lilian se fijó en una familia conformada por 2 niños (de unos
4 y 2), un perro dos veces más grande que la Nea (es decir, era un perro
pequeño) y la pareja presuntamente progenitora. Ellos también se disponían a ir
a comer, y nos detuvimos un buen rato contemplando la movida. Al padre le
faltaban manos para cargar los cubos y palas, la sombría, la hielera y alguna
cosa más que se le había quedado en la arena y se esforzaba por alcanzar sin
que todo lo demás cayera al suelo. A la madre le faltaba paciencia para secar y
cambiar a sus hijos, lograr que se pusieran las chancletas sin llenarse de
arena, aguantarse el sombrero y el pareo, y llamar al perro que se había liado
con la Nea a correr libremente por la playa. Lilian me vio con su tranquilidad
característica y me dijo algo así como “ay, el próximo año estaremos así…”. Yo,
con mi característico susto a flor de piel, sudé un poco más de lo que clima
ameritaba, sabiendo que en algunos meses estaré escenificando transes
malabaristas poco glamorosos, similares a los que ahora presenciaba como mero
espectador.
Camino al apartamento,
decidimos dividirnos: Lilian iría a quitarse la arena y a comenzar a preparar
la comida, mientras yo me acercaría comprar el pan y a que la Nea hiciera “sus
necesidades” en la rotonda ajardinada que tanto le gusta. Como es habitual en
estos paseos cortos por calles donde no transitan demasiados coches, yo llevaba
a la Nea sin correa, para que corretee y olisquee libremente. El problema es
que la perrilla lleva muy mal eso de que Lilian y yo no hagamos todo juntos, y
al cabo de unos metros decidió volverse a casa a toda pastilla. Yo no me eché a
correr tras ella, tanto por razones estéticas como de seguridad, y me limité a
pegarle dos gritos que el viento se llevó.
Me enfilé a casa, y cuando llegué al 2do. 1ro. D, me sobrecogí al ver
que la Nea no había vuelto hasta el apartamento. Imaginando hipótesis macabras,
bajé las escaleras de caracol a la máxima velocidad que me permitieron mis
flip-flap de turno. Me encontré a la Nea en el portal, confraternizando amenamente
con una familia francesa. Al verme la cara, vino hacia mi lentamente, con la
cola y las orejas gachas, y desviando la mirada en clara muestra de que era
consciente de su mal obrar. La familia Francesa, ignorante del encuadre más
amplio de la escena, contemplaba enternecida lo que imaginaban un encuentro
rutinario entre amo y su sumisa mascota. Así que todas y cada una de las
componentes de la familia, soltaron un alarido de sorpresa cuando le proferí un
cachete correctivo a la Nea mientras le enganchaba la correa… y el grito
colectivo fue ya de indignación cuando le proferí el segundo y final
correctivo, acompañado de un recio “No se escapa! Mala!”. Me dirigí hacia la
panadería llevando a la Nea con la correa corta, e intentando reflexionar sobre
lo que había pasado: mi falta de precaución al no prever que echaría a correr
tras Lilian, la forma en que mi angustia y preocupación se transformaron súbitamente
en enfado, la posibilidad de que el segundo cachete realmente hubiera estado de
más… Me fue inevitable preguntarme si cuando sea padre repetiré algunos patrones
que he desarrollado como amo, y deseé sencillamente hacerlo lo mejor posible… o
en la forma en que lo expreso en mis días de realismo radical, cagarla lo menos
posible.
A mis espaldas, escuchaba la lejana algarabía
de los franceses, quienes seguían comentando aireadamente los sucesos, y aunque
no me enteraba de los pormenores pude intuir una censura unánime a mi cruel
proceder y un coral “No se pega!. Malo!”. Y me planteé que otro reto como padre
es seguir pasando de entrar en discusiones inútiles con todo esos desconocidos
que se sienten con la potestad de juzgar y opinar sobre cómo debo educar a mis
criaturas…
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